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La tristeza, la desensibilización progresiva, la apatía, la desmotivación, y la diversión y la ilusión programadas como contrapartidas miserables, a modo de apoteosis de un rictus congelado que abarca la vida entera, pertenecen más a la dimensión de la política, son un fenómeno político más que una cuestión de índole personal. La psicología entera y los métodos de autoayuda son cómplices en los intentos de inculcar esta idea, de convertir al afectado en origen del problema, en foco problemático a tratar, medicalizar y normalizar. La maniobra no es nueva y se repite hasta la náusea. El dominado no sólo debe soportar la dominación y sus secuelas sino que además debe responsabilizarse, se le considera (el) responsable de las consecuencias negativas que se desprendan de la situación y que así se valoren en un determinado momento y según intereses variables. Por lo tanto, debe pagar, en un sentido simbólico y literal, por los errores de una política de la que es sobre todo víctima; y debe pagar dos veces: una, a diario, adaptando su vida al modelo; otra, al final del período, en el momento del balance y el ajuste del mecanismo. La responsabilidad se traspasa al sujeto del dominio, pasa de inmediato del estado de control al individuo; en un juego de manos audaz, el siervo es ahora, también, enfermo, paciente, usuario, ciudadano o consumidor responsable, carga sobre sus espaldas la pesada responsabilidad de controlarse a sí mismo y dar cuenta, como culpable, de sus actos, para sí y para el resto de la comunidad. La inocencia pasa toda ella al hecho político, a la situación dada que se considera no contaminada, pura e indemne a los errores del individuo. Todos son responsables excepto la causa real y los cómplices y colaboradores de la causa. La figura del ángel de la guarda vuelve a planear, con su pureza virginal, sobre el panorama de la historia, como ángel exterminador que viene a juzgar, pasar cuentas y cerrar el ciclo.