XXIV

Delante de la sede de distrito de una conocida gran ciudad, una anciana, apoyada en una muleta, megáfono en mano, grita lo que cualquiera puede ver si no está ciego. El cerco sobre la vida se estrecha cada un día un poco más, hasta tornar el mero hecho de vivir imposible. Es la música de sus palabras. En torno a la frágil figura, se congregan varias personas, atraídas como los nuevos fieles a un apóstol sin iglesia. Unas chicas aplauden. Desde una esquina cercana, unos hombres vestidos de faena miran la escena. Vaya par que tiene la abuela. No debería haber mayor problema. El ángel emisario, que observa desde las puertas del consistorio, no opina lo mismo; era pedir demasiado. Con evidentes signos de irritación, se dirige a la anciana. La conmina a callarse. No son maneras. La gente replica que no tiene derecho a mandarle que se calle. Es un espacio público. Y es que dice la verdad. El ángel azul, vestido con un chaleco reflectante, que se presenta a sí mismo como agente de la autoridad, por si no era obvio, contesta que sabe lo que dice y lo que se hace. Ustedes no la conocen. Esta mujer no está bien de la cabeza. Cada dos por tres está por aquí. Lo que dice no tiene ningún sentido. Evidentemente para el agente no. Todo el mundo se ha vuelto loco. Como nadie le da la razón, se da media vuelta y se va. El megáfono vuelve a resonar. Siguen los aplausos. Más gente alrededor. El pirulo este no me va a hacer callar. Ya está. El fuego divino se enciende en los ojos del ángel caído; va directo hacia el origen de la molestia. El Dios del terror y la ira lo acompaña. Intenta cogerle el megáfono con una mano mientras con la otra agarra el brazo de la muleta. La anciana se resiste. Antes los ángeles no eran así. Ni mucho menos. Grita. La multitud también. Aparece un hombre que se identifica como abogado. No puede hacer lo que está haciendo. Cómo le va a quitar el megáfono. Griterío general. Varias personas graban la escena con móviles. Un joven malvestido no cree lo que está viendo: Pero qué hace con la abuela. Al final, el agente desiste de su misión sagrada. Se retira con la llama de la autoridad. Como conclusión de la obra improvisada, el mismo joven incrédulo, se tira por los suelos, con los pantalones medio bajados; arquea el cuerpo como un gusano. Podemos interpretar que es una metáfora bien orientada. Quizá no se trata de una movimiento de autoorganización; en todo caso, alrededor de una minúscula resistencia, de una alteración sin importancia, se ha aglutinado, creado una comunidad fugaz, dispar, anónima, fruto de una mezcla de locura, diversión, descontento y desdicha. Por un instante, alrededor de un árbol viejo, lleno de ramas secas, todavía en pie, vuelven a bailar, entran en relación unos con otros como otros, derriban sus barreras sociales, surge una relación inesperada y espontánea. Hay que estar realmente mal de la cabeza para intentar quitar un megáfono a una anciana; considerar lo imprevisible, lo(s) incontrolado(s), como el mal en sí a extirpar de la tierra, es la marca de Caín que identifica a los guardianes. El ángel perdió las alas cuando se puso el uniforme. No fue lo único.