XXIII

Las columnas de humo se vislumbraban en diferentes puntos de la ciudad, estela mortuoria que alternaba el blanco y el negro. Disparos de pelotas de goma como telón de fondo; a veces lejanos, otras veces más cerca, buscando tomar contacto. Ulular de sirenas en calles desiertas. Olor picante de los gases lacrimógenos. Las llamaradas reaparecían en la metrópoli; vuelta a los albores de la humanidad, a la invención del fuego, la rueda y la política. El ORIGEN tenía lugar ahora mismo. Era como si viera la ciudad por primera vez, con otros ojos, como si revelara su verdadera cara, faz terrible y despiadada, pero también más libre, liberada de sus máscaras, desnuda, despojada de los adornos, de las rutas fáciles y los hábitos aprendidos. No sabía nada; se daba cuenta que no sabía dónde estaba, dónde vivía. Estaba en medio de una guerra cruenta sin cuartel en la que se incubaba algo desconocido, tierra incógnita por explorar. El caos primordial bañaba las calles, llenas de residuos, hogueras y barricadas improvisadas. En el aire se respiraba una extraña inquietud, una mezcla de terror venidero, de miedo próximo, unido a una rara sensación de libertad, casi dolorosa. Temor y temblor. La ciudad aparecía por fin como un espacio libre con todas sus consecuencias; todo era posible, también lo peor, reino de la inseguridad y lo imprevisto, de la soledad y la compañía. Todo ahora y aquí; todo porvenir. Siguió caminando; no había motivo para detenerse.