XXVIII

Un signo evidente del grado de obediencia alcanzado en nuestros tiempos es el acatamiento, asunción y ejecución de la ORDEN inmisericorde de TOMAR IMÁGENES sin tregua, antes bien que vivir, a pesar y, si hace falta, en contra de la propia vida. Tampoco cabe dudar de la eficacia del proceso, la puesta en práctica del operativo. La sofisticación lograda en los mecanismos de control se pone de manifiesto en que no ha sido necesario efectuar ningún disparo, ni tan sólo de advertencia; al contrario, el proceso ha sido limpio y ordenado porque todo el mundo parece dispuesto a colaborar, a apuntar y disparar desde el principio, consenso unánime. Basta con indicar un objetivo; todo el mundo abrirá fuego, sin importar las víctimas ni que ellos mismos sean los primeros en caer. La población estaba predispuesta a la inmolación colectiva. La fotografía se ha convertido en un instrumento de inhibición suicida, parálisis productiva, una actividad desencadenada por un extraño sustrato modificado, manipulado, que sólo activa una relación para mejor detenerla, acabar con ella, mediante la producción de una especie intermediaria, la imagen-máquina, que bloquea, inactiva el propio ver y, sobre todo, imposibilita actuar. Quien toma una fotografía no es un vidente, es un hablante, HABLA el el lenguaje (de la) máquina, es portavoz de un código binario; el ataque se realiza desde dos frentes: ni ve lo que registra, porque mira la pantalla de un lenguaje; ni tampoco actúa, la atención no se centra en un posible movimiento, un gesto cualquiera, sino en una imagen del mundo que parece definitiva, exhaustiva, tan disuasoria de la acción como la autoridad de una PALABRA divina, verbo hecho carne. Las nuevas tablas de la ley: No vivirás. Visto y dicho todo, no queda nada que hacer, por hacer. La imagen-máquina, palabra providencial, nos condena a la inactividad. No vale la pena continuar. Podemos morir ya. Somos prescindibles. El fracaso es previo al inicio del proyecto. El fracasado entusiasta es la verdadera figura de la generación digital; la norma y no la excepción. Por mucho que se afane ejercer el papel de sujeto, sustrato de la operación, tanto los medios como los resultados le contradicen. El único sustrato verdadero es la TÉCNICA y la única especie a tener en cuenta el DATO. Cuanto más intente alcanzarse a si mismo más se alejará; el triunfo siempre equivaldrá a una derrota, a una rendición, a asumir, sin coacciones, la necesidad del REGISTRO, esto es, controlar, hacer un seguimiento y obtener información de uno mismo y de todo lo que le rodea, espacios, cosas, personas y seres vivos, la parcela de realidad asignada. El lenguaje siempre es un medio de obediencia, de transmisión de órdenes, es imprescindible hacer y DAR EL INFORME sin importar las consecuencias, a toda costa. Estar informado e informar es vital, nada tiene mayor importancia. La realidad es culpable, sospechosa, debe ser interrogada sin descanso para sonsacar, conseguir información, obtener algún dato que sea útil en el curso de la investigación. La fotografía es de naturaleza judicial, policial, supone un interrogatorio continuo a la realidad que, como es lógico, tiene por imperativo obtener siempre la mayor información posible y, por tanto, evita tanto el exceso como el defecto, la sobreexposición, las luces quemadas, y la subexposición, las sombras sin detalle, porque en los dos casos se produce una pérdida de información valiosa, disminuye el número de datos registrados. Esta moral de corte fotográfico, ejerce un control de la exposición, una vigilancia voluntaria, que convierte a todo usuario de un dispositivo de captación de imágenes en colaboracionista y cómplice del proceso a lo visible, acusador y encausado, víctima y verdugo de la causa a lo REAL. Es un informador. Un delator. No para de disparar durante el juicio. El disparo es la sentencia.

Las INFORMACIONES se han revelado ciertas, el anuncio y la propaganda no apuntan a un porvenir incierto, a una futura realización, una posibilidad  más, ahora mismo son el MEDIO en el que se desarrolla la vida, la propaganda de lo posible es el hecho consumado. La ficción y la realidad coinciden en una exposición perfecta. Ser es propagar rumores. Al margen, la AUSENCIA como forma de vida no-expuesta, plenitud de la desinformación, necesita encontrar su propia imagen, la falta de conocimiento busca mostrarse en cuanto tal. No ha habido nunca ciencias exactas. La inexactitud es una virtud, una potencia activa. No hay que exponerse innecesariamente. La única manera posible de eludir la orden de registro, de desactivar la inhibición suicida, es sobrepujar el exceso y el defecto de la exposición: QUEMAR la imagen y PARAR la máquina. No es una propuesta, es un evento probado, un cortafuegos. En muy raras ocasiones, un acto político consigue visualizar una no-política, una presencia insinuar una ausencia. La quema de una unidad móvil de televisión y de una excavadora utilizada para derribar un edificio ocupado es un hecho de estas características. A la vez demasiado claro y demasiado oscuro, idea carbonizada, es un acto político y una crítica práctica de la imagen. No son objetivos al azar; es un ataque en toda regla a la línea de flotación de las instancias y los agentes del poder de propagación, es un acto no-histórico contra la HISTORIA. Es un gesto de intuición política dirigido a una no-política, a desaparecer, a volver al anonimato; quemar las imágenes y borrar los datos, desconectar los dispositivos, detener la máquina para que una vida SIN IMAGEN, libre de informantes e informados, permanezca libre de exposición, a cubierto. La inocencia está al otro lado del visor de la cámara, más allá o más acá de las series binarias. La corrupción de los datos no es un accidente, una avería, es una cuestión de supervivencia. El plástico de las tarjetas se derrite al arder, consume el lenguaje que lleva dentro, chisporroteo de palabras eléctricas; el humo negro que desprenden es toda una vida reducida a cenizas, el crematorio personalizado, a medida, portátil, que al fin entrega sus secretos.

Una excavadora no es una máquina cualquiera, en un arma de guerra; en otros países revela su condición sin tantos miramientos. Más parecida a un tanque que a otra cosa, lleva blindaje y el conductor va protegido dentro de una cabina. Terror es poco para definir la impresión que causa este monstruo metálico al demoler las casas. Ya se ha cobrado más de una vida; algunos se atrevieron a interponerse en su camino. Es una pieza más dentro del ejército y de la política de un estado que decide quién puede habitar o no esa tierra, quién es apto para vivir o candidato a morir. Es la SELECCIÓN. No es un fenómeno nuevo, pero ahora es decretada por un estado nacional surgido, entre cadáveres, brumas e idearios políticos, de las ruinas humeantes de un estado nacionalsocialista. Las casualidades no existen. A los primeros les bastó con ser nacionales y una estrella para conseguir sus propósitos; a los segundos, una cruz milenaria, sumada al griterío y el vodevil sangriento, les costó muy caro, resultó al final tener consecuencias fatales. Los abanderados del rojo y el azul también se han cobrado vidas, por el momento de forma desigual, aunque comparten un origen común. La excavadora "KOMATSU" no tiene en su trayectoria delitos de sangre. Da igual. La carcasa naranja arde bajo el cielo nocturno. A su alrededor se congregan numerosas personas, como si asistieran a la quema del último ídolo; sería difícil decir si hay más policías de paisano grabando la escena, entusiastas de la hoguera o meros espectadores. En todo caso, los denominados secretas no han intervenido. Lo han dejado arder. Estaban ahí mirando cómo ardía todo. Eso parece. El espectáculo del fuego siempre atrae las miradas. Un grupo de gente increpa más tarde a algunos de estos policías de incógnito. Una chica les increpa ¡Nenazas! ¡Largaos de aquí! Ha sido muy dura. Heridos en su orgullo, se retiran calle abajo. Tienen la imagen que es lo que querían. El informe es lo primero.

En las calles adyacentes, la megafonía de la policía conmina a ABANDONAR LA ZONA. Suena un mensaje tan fuera de contexto, tan irreal, como si un grupo de astronautas recién llegados a otro planeta exclamaran, nada más pisar el suelo, Abandonen este planeta. Intervención policial inmediata, a seres alienígenas estupefactos. No es sorprendente que una de las furgonetas policiales pase a toda velocidad, ovni de luces y colores, rozando el anuncio del estreno de la película de ciencia-ficción del momento: Al filo del mañana. El agente antidisturbios como el protagonista también está atrapado en un bucle del tiempo, condenado a perseguir una misma quimera en rostros diferentes. Al volver a casa, no sabe ni a quién ha golpeado ni quién le ha golpeado. Todo es muy confuso. Una masa informe, un solo cuerpo con múltiples miembros. Mañana será como hoy. Es una cuestión de afinidades. El temor a una invasión extraterrestre nunca ha desaparecido del todo; es el modelo paródico de toda intervención, la lucha contra los que son menos que humanos. Las fuerzas policiales son siempre supersticiosas. Como algunos de los policías de paisano se han cansado de grabar, prefieren bajar corriendo por las escaleras del metro. No ocultan las características porras extensibles, algunas plateadas, que golpean contra los pasamanos. El ruido siempre funciona para atemorizar. Es un recurso tan conocido que hasta es habitual en las películas de terror. Las víctimas sufren antes de sufrir de verdad, señala el momento del clímax. No hay ninguna directiva interna que prohíba ir al cine; se aprende mucho. Desde los balcones, la gente contempla la ida y venida de las furgonetas ante las barricadas de contenedores, cree estar viendo una película, o para ser más exactos, un videojuego: ¡Parece el GTA! Otros no disfrutan tanto del espectáculo. Han de agacharse porque disparan hacia su balcón. Es un giro del guión imprevisto. La imagen siempre va por delante de la realidad, excepto cuando una pelota de goma, o de foam, impacta en la cara; no ha habido tiempo de ver nada, ni mucho menos de imaginarlo. El disparo definitivo. Quizá nunca más podrá ver. Un ojo vaciado no registra imágenes. El dolor es insoportable. La sangre no es visible desde el helicóptero que sobrevuela la escena. Las aspas son el sonido, el signo audible de una mirada escrutadora, oculta en el cielo, dios de la oscuridad. Otra mirada a pie de calle. Un cámara frente a la excavadora en llamas: Menuda barbacoa. La carne todavía está poco hecha. Espera y verás. Un par de vueltas más y se habrá quemado.

En un sentido contrario a la sobrepuja que desconecta la imagen-máquina, el poder tiene una inventiva propia, no cesa de reinventarse a cada momento, es flujo y estado de guardia inseparables, no hay guarda sin cambio de guardia, la inteligencia operativa también se puede utilizar para fines políticos, de control de la población, para crear medios imaginativos de obtener información, para seguir con la orden de tomar la imagen, de hacer salir a la luz lo que está escondido. La fuerza del retrato se convierte en la obligación de retratarse, sumisión a la imagen. La técnica policial del encapsulamiento muestra la doble condición de la CAPTURA: la toma de imágenes tiene como condición necesaria  la detención, la inmovilización del objeto o sujeto a retratar. Sólo se dispara a los detenidos. La inhibición suicida se transforma en una retroinhibición, que modela el escenario a su antojo. Serás lo que queramos que seas. El campo de concentración ha adquirido las cualidades de una ameba tentacular, móvil, implantable y transportable a cualquier lugar. La cámara de gas era una cámara oscura. Ahora lo sabemos. Un grupo numeroso de furgonetas policiales rodean a los manifestantes, de tal modo que no pueden escapar. Están acorralados. La única salida que les ofrecen es posar para la cámara, dejarse retratar exhaustivamente desde todos los ángulos, quedar registrados. El dato equivale a libertad; la paradoja es que sólo son libres los detenidos en la imagen. Un hecho delata la vocación artística de los policías: aparte de que deciden las poses adecuadas, el estilo de la fotografía según creen que expresa lo que son  los retratados, la imagen que deben dar, también ordenan y deciden cómo han de vestir, la ropa que se han de poner, preferiblemente encapuchados. No tienen ninguna duda, la fotografía va a quedar mejor. Así está bien. Uno por uno, en fila, los manifestantes son inmortalizados. Por suerte, no es una galería de los horrores, no es una zona de guerra abierta o un centro de torturas, pero, en cuanto a la imagen en sí, es como si hubieran retratado cadáveres o prisioneros ante el pelotón de ejecución. La selección vuelve a aparecer lejos de sus fronteras. No es un patrimonio de un solo estado, por deleznable que fuera. Nunca se fotografía tanto como en las guerras; la muerte es un tema inspirador. Es bueno tener una imagen que te recuerde quién es el enemigo. A veces las fuerzas fallan, cunde el desánimo; el agente del orden debe tener la convicción de que interviene, sobre todo, para mantener una determinada imagen, incluida la suya, ni demasiado oscura ni demasiado clara, bien expuesta, que se encuentra dentro de los parámetros de normalidad. Es la fuerza de choque de la fotografía, hace el trabajo sucio. Todo es perdonable excepto la falta de información; la ausencia de datos es sospechosa, no hay disculpa posible, e incluso punible. Bien pronto podría constituir delito. Estar informado se ha convertido en una condición para seguir con vida. Los muertos son un hecho estadístico. Vivir para redactar el informe, apenas el tiempo justo para rellenar el formulario; morir para formar parte del informe. Eso es todo. Los animales ni eso. Mueren a millones sin contar ni ser contados.

La anunciación convierte en absurdo algo antes de que exista; así, la venida del redentor era innecesaria desde el momento en que se anunció. Todos le esperaban; nadie apareció, ni aparecerá. El absurdo invadió las vidas porque el anuncio, que no se hizo realidad, se convirtió en la realidad. La imagen de la demora, la orden de no más vida por ahora, es una forma anunciada de ser, para siempre postergada pero para siempre actual, una cápsula del tiempo, un encapsulamiento de la sucesión ordenada como medio de propaganda continuo. A pesar de todo, algunas cosas no hace falta anunciarlas para que ocurran. Una mañana cualquiera, la excavadora calcinada aparece cubierta de flores, la vegetación contrasta, de forma paradójica, con la palabra "GUERRA" pintada sobre la superficie metálica. El óxido es tiempo. Quizá puede parecer ingenuo. La ingenuidad no es un delito ni está perseguida por la ley. Es mucho peor la ingenuidad de la mayoría de la población que espera, hace cola un día tras otro, con resignación, a que le asesten el golpe final. Tan sólo les preocupa el dolor. Esperan que no duela mucho. Será rápido. Lo suficiente. Intentan ganar tiempo en vano. Antes del desastre, el mensaje repetido siempre es el mismo. No hay de qué preocuparse. Mantengan la calma. Sigan con lo que estaban haciendo. Pronto todo habrá terminado. Acabar es tranquilizador. Es una tranquilidad engañosa. El FIN es una trampa mortal, el mundo entero aparece como una gran terminal de llegada y partida. Suspender el tiempo y los términos temporales asignados, la cuota temporal de vida, mantener un equilibrio inestable sobre los residuos de la IMAGEN y la MÁQUINA, es concentrar las energías para que surja otra imagen, una IMAGEN SIN TÉRMINO(S), al menos para el pensamiento, sin víctimas ni verdugos, ni vencidos ni vencedores. Sin pensarlo dos veces, como atraídas por un impulso imposible de resistir, hileras de personas retiran los escombros que rodean la excavadora. Después de toda guerra, viene la reconstrucción. El trabajo es tranquilizador. El camino está lleno de trampas. El horizonte temporal inmediato es la suspensión de las obras. No se contempla otra opción. Acabar con el juicio de Dios es abrogar por lo interminable. El fin del fin. Existencia que se expone a la ausencia de finalidad. Ahora sin terminar nada.